Los argentinos hemos dejado de
confiar en la educación como un elemento de progreso. Revertirlo es un
compromiso de todos.
Es
necesario recuperar el prestigio social de la educación, cuya pérdida se
refleja en la falta de valoración de los docentes.
Los problemas que enfrenta la
educación argentina, ya tan bien conocidos, pueden sintetizarse señalando que:
1. contamos con relativamente pocos ciudadanos educados:
de cada 100 niños que comienzan la educación primaria, al cabo de doce años
sólo 37 completarán el nivel medio;
2. casi la mitad de quienes lo
hacen tiene dificultades para comprender
lo que leen y para realizar simples
ejercicios de matemática;
3. existen marcadas desigualdades tanto en
la cantidad como en la calidad de la educación que reciben los alumnos
dependiendo de los niveles sociales, económicos y culturales de las familias de
las que provienen;
4. hay en el país casi un
millón de jóvenes menores de 25 años que no trabajan ni estudian, es decir, que no hacen nada;
Es innegable que en los
últimos años el país ha realizado un importante y muy auspicioso esfuerzo
destinado a promover la educación como lo demuestra el significativo incremento de la inversión con
esa finalidad en relación al producto interno bruto. Sin embargo, ese aumento
de recursos no se ha visto reflejado en una mejoría sustancial de los
indicadores relacionados con la cantidad de
personas educadas y con la calidad
de la educación que han recibido. ¿Qué hacer para
revertir esta preocupante situación? Resulta evidente que, aunque no en las
palabras, en los hechos hemos dejado
de confiar en la educación como un elemento de progreso individual
y social. Se ha roto el pacto fundante de la escuela basado en la alianza de
los padres con los maestros para educar a sus hijos. Hoy los padres se
unen a ellos en contra de la institución educativa a la que perciben como una
herramienta social de opresión, que condiciona la entrega del bien deseado, la
certificación. Aunque cueste admitirlo, el interés está centrado en
eliminar esos requisitos, una evidencia
más del facilismo que está permeando toda nuestra sociedad.
Es preciso volver a pensar que la educación es esencial para la construcción de
las personas y que supone un cierto compromiso de todos, una aceptación de la necesidad de dedicarle
una atención y un esfuerzo que trascienden lo simplemente formal. De allí que
resulte prioritario recuperar el prestigio
social de la educación cuya caída se evidencia en la escasa
consideración de la que hoy gozan los docentes que refleja esa pérdida de
confianza en la educación. Maestros y profesores son concebidos como los
cuidadores de la guardería ilustrada en la que se está transformando la
escuela. Cada día ésta es más un centro de asistencia social que una
institución cuya tarea central es la de formar seres humanos. Darles de comer,
sí, pero también darles de leer,
introducir a las nuevas generaciones al saber y al conocimiento,
proporcionarles el acceso a las herramientas que nos hacen humanos. La calidad docente, clave de la
enseñanza, exige la previa reconstrucción de esa confianza perdida en la
educación, el replanteo de sus objetivos en estas épocas en que la sociedad
experimenta profundas mutaciones. Nos singulariza como humanos la capacidad
de reflexionar, crear, imaginar. Y sólo es posible manejando una serie de
conocimientos y saberes concretos, de experiencias personales. Si no nos
proponemos transmitir esa herencia cultural esas posibilidades de lo humano como lo señala Hesíodo, poeta
griego del siglo VIII A.C., cuando dice "La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser"
no cumpliremos con nuestra función de introductores de las nuevas generaciones
a un mundo que existía antes de que ellas llegaran y que, esperemos, continuará
cuando lo abandonen.
POR GUILLERMO JAIM ETCHEVERRY, en Clarín, 18 de abril de 2013.-